Es sabido que el lobo prácticamente
ha desaparecido de Extremadura y que hace tiempo que no se ven señales de las
últimas poblaciones que se resistían a abandonar la Sierra de Gata. Aunque de
vez en cuando vuelven a aparecer lobos que tras cruzar la raya de Portugal asoman
a los riscos de esas sierras. Pero en esta tierra de fabulosa riqueza
etnográfica y tradicional el lobo nunca desapareció del inconsciente colectivo sus
habitantes. El folklore, la etnografía, la toponimia y la mitología son buena
prueba de ello, regalándonos una inmensa abundancia de muestras con la
presencia del lobo. La persona que hoy nos ocupa bien pudiera haber sido el
protagonista de uno de tantos cuentos producto de la imaginación, pero no fue
personaje de fábula, sino hombre de carne y hueso, que vivió y murió a caballo
del siglo XIX y el XX en la alquería de Las
Mestas, al pie de Las Batuecas,
en una de las zonas más recónditas de la comarca: Juan Bravo, “el lobero de Las Hurdes”. Hoy es ya, por derecho propio y gracias al
relato de Blanco Belmonte, una figura
legendaria.
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La comarca de Las Hurdes, encerrada en un áspero repliegue
montañoso del Sistema Central que separa Cáceres y Salamanca cuajado de sierras
afiladas con valles angostos, permaneció en un aislamiento geográfico que
perpetuó el atraso secular, el abandono y la miseria socioeconómica, algo que
por fortuna hoy ya ha quedado atrás. Baste pensar que, aunque poseían una
intrincada red de sendas, pistas y caminos que comunicaban la miríada de
pequeños núcleos habitados que la salpican, las primeras carreteras asfaltadas
se tendieron a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Hasta 1890 no hubo ni tan
siquiera un mapa detallado de Las Hurdes, año en que lo hizo el geógrafo J. Bide,
adjuntando al mismo un informe de las deficiencias estructurales de esta
región. Más tarde, en un intento de paliar la situación de abandono y fomentar
el progreso de la comarca, Francisco
Jarrín, obispo de Plasencia y el deán de su catedral, José Polo Benito fundaron la sociedad La Esperanza de Las Hurdes, y salió a la luz la revista Las
Hurdes en 1904. A instancias de estos benefactores junto con César Real y Venancio Gombau en 1908 se celebró en Plasencia el primer Congreso Nacional Jurdanófilo.
Es en el verano de ese año cuando
surge en el poeta y escritor Rafael Blanco Belmonte la idea de visitar la comarca de Las Hurdes, alentado por
la crónica publicada por La Ilustración Española Y Americana
sobre el Congreso Jurdanófilo de Plasencia. El texto de César Real y las
fotografías de Venancio Gombau le revelaron “[…] una España ignota, en la cual varios millares de familias vivían una
existencia más desdichada, más miserable y más falta de amparo que la de los
desheredados parias que arrastran en la India una agonía sin muerte, hundidos
en la pobreza, abofeteados por el hambre y escarnecidos por injustos desdenes” (p.3).
Tras trabar conocimiento con
los líderes de la campaña por la regeneración de Las Hurdes, a mediados de 1910
emprende el viaje acompañado de César
Real, Venancio Gombau, Alfredo Mancebo (“hijo del erudito escritor y patriarca albercano D. Julián”) y “como jefe y guía de la caravana” (p.3), José
Polo Benito.
Sequeros - La salida. |
Tras la breve estancia La
Alberca donde asisten a los festejos patronales de los que dan cuenta pormenorizada, parten con sus mulas al alba
hacia la comarca de Las Hurdes, adentrándose por el collado Portillo de La Alberca: “Desde la cima, alejados de la tierra,
envueltos por flecos de nubes, abarcábamos con la mirada algo enorme, caótico:
un laberinto de sierras que, en lo hondo, mostraban, á guisa de fauces
monstruosas, tétricos barrancos, angostos y obscuros valles y dentellados
perfiles de crestas agudas cual dientes de bestias antediluvianas... Y tras de
aquellos macizos, en los repliegues de aquellas gargantas, colgados como nidos
de águilas en los escarpes, acurrucados como alimañas en los pedregales
escondíanse Las Jurdes” (p. 23).
Sierras de Las Jurdes desde el Portillo de La Alberca. |
Allí inician el peligroso
descenso siguiendo un “camino, que en su
anchura máxima podría medir hasta dos cuartas”) hasta cruzar el cauce del río Batuecas: “En aquella profundidad, el sol caía á plomo, implacablemente, sobre
nuestras espaldas. Heléchos, brezos, lentiscos y madroñeras crecían por doquier
con pujanza extraordinaria; las hierbas adquirían proporciones de arbustos, los
arbustos eran frondosos árboles. Había allí sol, agua y tierra fértil; y, sin
embargo, el hombre dejaba inculto el suelo. Ni una choza, ni un rebaño, ni una
huella de vida alegraban aquel desierto…” (p. 24) y encaminándose hacia Las Mestas “en columna indiana, pues la estrechez de la vereda no daba para mayor
desahogo. […] El tal camino era una
cornisa menguada, que serpeaba entre malezas y esquivaba peñascales; las aguas
torrenciales, en la estación lluviosa, rompían por todas partes la senda, y los
mesteros resanaban los daños, afianzando pizarras y rellenando con piedras y
con helechos las barranquillas” […] “empezamos
á comprender las causas del olvido en que han estado envueltas Las Jurdes. Si
en aquel momento hubieran asomado otros excursionistas en dirección contraria á
la nuestra, fuerza hubiese sido retroceder, desandando un par de kilómetros.
Eso es lo que se acostumbra á hacer en la comarca, correspondiendo el retroceso
al que se halla menos distante de un punto que permita el cruce” (p. 25).
Tipo de mendigo jurdano. |
Reanudan la marcha y no tardan en llegar la alquería de Las Mestas a la que acceden tras pasar unos olivares y rodear una iglesia de muros enjabelgados: “Desde un principio la angustia pesó sobre nuestros ánimos. Con una sola excepción, los edificios que formaban la calle no tenían aspecto de habitaciones humanas; las paredes estaban hechas con piedras y con pizarras superpuestas, sin trabazón, sin argamasa que rellenase las junturas, sin enlucimiento de mezcla ni de yeso; los techos se erguían a la altura del hombro de una persona, y eran una mezcla de pizarras y de ramas secas; las puertas semejaban bocas de cavernas, y las ventanas y chimeneas reducíanse a un pedazo de piedra fuera de su sitio” (p. 27).
Las Mestas. - La calle Mayor |
“Un olor nauseabundo, fétido, insoportable, nos trastornó. Cuando la
vista se acostumbró a la lobreguez del tugurio procedimos á explorarlo. Nos
hallábamos en una pocilga desprovista por completo de muebles; tocábamos con la
cabeza al techo y los pies se hundían en una alfombra de helechos. Allí
convivía la familia en unión de una cabra y de un cerdo; allí se vertían todos
los desperdicios; allí personas y animales daban desahogo á las necesidades
orgánicas, y de allí surgían emanaciones de letrina, vahos de estercolero...
En
comunicación inmediata con aquel albañal había otra habitación en la cual se
notaban indicios de cama, sospechas de mesa y asomos de asientos. Pedazos de
troncos de árboles, una olla de hierro puesta sobre dos piedras y dos barreños
constituían el menaje familiar. […]
Venciendo
repugnancias, conteniendo las náuseas, permanecimos en aquel recinto, muy
inferior en higiene y habitabilidad á las zahúrdas que suelen destinarse para
la cría del ganado de cerda.
El
propietario de la casa nos acompañaba; aquel hombre era la imagen del
paludismo. El tono terroso de la cara, la vidriosidad de las pupilas, la
palidez de los exangües labios, reflejaban la enfermedad que lo consumía.
Llevaba en los brazos á un niño de tres años, que yacía amodorrado, mal
envuelto en andrajos, con los ojitos entreabiertos. ¡Otra víctima de la fiebre
palúdica! La madre del enfermito, la esposa del amo del hogar, estaba
trabajando en el campo...” (p. 27).
Juan
Bravo, el cazador de lobos de Las Hurdes.
Las Mestas. La nueva escuela. |
-
¿Y la quinina?- preguntó Polo.
-
Ya han ofrecido mandarnos píldoras- contestó el maestro, tiritando y volviendo
á su cuchitril.
Detrás
de nosotros penetraron en la escuela catorce ó diez y seis jurdanillos. Bancos,
pupitres, carteles, cuadros escolares y todos los materiales de enseñanza nos
produjeron la impresión de que habíamos pasado de Las Jurdes a un centro
docente de un pueblo culto y rico.
Unas
monedas sirvieron de premios, y fueron suficientes para decidir a los niños a
someterse á examen.
Nuestros
examinandos sabían leer, contar, rezar y los mayorcitos empezaban ya a
escribir.
-
¡Viva «Don Jarrín»!- gritó un pequeñuelo.
- ¡Viva! contestamos unánimemente saludando al que había hecho desaparecer de Las
Mestas la vergüenza del analfabetismo.
Excitados
por las voces, los escolares -todos mal vestidos y todos descalzos- comenzaron a
brincar y a palmotear.
De
pronto el silencio se impuso.
Un
aullido prolongado, gutural, penetrante, nos hizo saltar de los asientos y
acudir a la puerta de la escuela. Las caballerías, con las orejas tiesas,
pugnaban por romper los ramales y se revolvían amedrentadas barruntando el
peligro. Al repetirse el aullido, la duda se trocó en certidumbre.
-
¡Hay lobos a la vista! - exclamamos.
Los
niños sonreían alegremente y Polo Benito contestó:
-
Hay casi lobos. Juan viene a visitarnos; van ustedes a conocer un ejemplar
singularísimo de la familia hurdana.
Un
viejecito avanzó hasta nosotros, se inclinó, y a modo de saludo volvió a aullar
por tercera vez.
-
Juan Bravo - dijo Polo Benito - es el cazador de lobos más celebre en toda la
comarca.
-
Vamos, si, una escopeta negra - indiqué.
-
¿Escopeta? No, señorito - replicó Juan con cierto desdén. - Yo cazo los lobos a
mano, sin herramienta de fuego.
Di
por hecho que era una broma y quise seguirla.
-
Bueno, ¿entonces usted caza lobos como los niños cogen grillos? - pregunte.
Y
Bravo -¡bien le iba el apellido!- asintió murmurando:
-
Asina mesmo, como el señorito dice. Miren las manos y los brazos.
Huellas
blancas y profundas en el rojo sucio de la piel, cicatrices y costurones daban
fe mordiscos y eran testimonios de luchas cuerpo a cuerpo.
Examinamos
de pies a cabeza a aquel vejete pobrísimamente vestido. Contemplamos su rostro
algo más expresivo que el del tipo jurdano corriente y convinimos en que a Juan
le faltaba mucho para ser un atleta capaz de reñir a brazo partido con los
lobos.
Trabajosamente,
con palabra torpe, y gran cortedad, habló Juan Bravo.
Su
relato tenía subyugadora fuerza de realidad; aquel hombre era sincero al narrar
su oficio, que evocaba hazañas mitológicas de personajes homéricos.
Juan
no cazaba lobos a mano, sin auxilio de armas de fuego; hacia algo más
temerario: ¡cazaba lobeznos arrancándolos del materno cubil!
Arrebatarle
los hijos a una loba parece un absurdo. Pues la vida de Juan era la práctica de
ese absurdo.
Su
padre fue cazador de lobos y el hijo siguió el oficio del padre. El aprendizaje
no resultó suave. Había que alejarse de poblado y pasar varios días y noches en
lo más quebrado de la sierra, aguantando nieves, lluvias y viento, con escasa
ropa y con unos mendrugos por comida.
La
primera parte de la enseñanza consistió en la iniciación de las costumbres y
del jabla o lenguaje de los lobos, hasta llegar a la imitación perfecta de ese
idioma.
Juan
Bravo, como muestra de sus conocimientos de filología lobera, nos ofreció
varios ejemplos.
Inflando
los carrillos y apretando los labios dejó escapar un ladrido estridente, seco:
la voz de ¡alerta! del lobo. Luego moduló un ronquido quejumbroso: el grito de
la huida. Después surgieron gañidos largos, muy largos, que aun sonando a
lamentos, tenían cierta dulzura: llamadas de loba en celo. Y a la llamada, el
reclamo, siguió un dúo de amor capaz de poner miedo en los pechos más
valientes. Por último, unos gruñidos débiles, iracundos, nos dieron la
sensación de las voces de los lobatos.
En
los últimos días del año, cuando en los hogares se congregan las familias para
celebrar las fiestas de nochebuena, Juan se iba con su padre a los montes a
acechar el celo de los lobos, a averiguar el sitio donde preparaban la guarida
para la futura camada. Las indagaciones solían durar una quincena. Los dos
meses de la gestación se empleaban en confirmar los datos adquiridos y en
señalar el camino para entrar a saco en los cubiles.
Marzo
y abril eran los meses de campaña seria. El peligro no escaseaba; el lobo tiene
mejor olfato, oído mas listo y vista más fina que el perro; al cazar lobos se
corre el riesgo de resultar cazado. Para evitarlo servían las habilidades
fonéticas de Juan y de su padre. Cuando espontáneamente, o solicitados por el
reclamo de los cazadores, abandonaban los lobos su refugio, la tarea era coser
y cantar - palabras textuales de Bravo; - se llegaba con algún trabajillo al
canchal o despeñadero donde estaba la camada, se atrapaban los lobeznos y se
encerraban en un saco, bien apretaditos para procurar en lo posible que
quedasen como amordazados, y acto seguido se emprendía la retirada con mil
precauciones para prevenir una sorpresa o un ataque. Entonces el maestro y el
aprendiz, descalzos hasta aquel momento, se calzaban alpargatas nuevas - lujo
rara vez permitido - o pieles de conejo. De tal modo despistaban al enemigo,
burlando la finura de su olfato. En ocasiones, los cachorros al ser cogidos se
defendían a mordiscos y hasta conseguían desgarrar el saco en que los aprisionaban.
Y en ocasiones, la loba, al volver al cubil y al hallarlo vacío o al escuchar
los aullidos de los lobatos, saltaba enloquecida de furor en persecución de los
cazadores. Correr era inútil; el lobo es un prodigio de resistencia para la
marcha y sostiene sin descanso la carrera durante trayectos de cuatro o seis
leguas, pudiendo prolongarla toda una noche. Cuando la huida era imposible, el
padre de Juan acudía al eslabón y al pedernal, y arrancando chispas y
encendiendo fogatas solía contener el ataque. Y en los trances extremos, cuando
la fiera avanzaba a rescatar a su cría, el cazador, amparando la espalda en una
peña, se enrollaba el capotillo al brazo izquierdo, armaba la diestra con un
cuchillo, y sin voces ni desplantes, aguardaba la acometida presentando el
capotillo y apuñalando a la loba, abrazándose a ella y rodando con ella en
combate salvaje de acero y de colmillos.
El hijo asistía a aquellas escenas auxiliando como buenamente podía a su padre.
Y así aprendió Juan a cazar y así cazó por cuenta propia.
Una
vez adueñados de los lobeznos, llegaba la hora de cosechar el fruto de la
cacería. Fuerza era andar sin tomar aliento. Las crías, separadas de la madre,
mueren al séptimo o al octavo día, y ese corto plazo había que aprovecharlo
para recorrer los principales Concejos y solicitar una limosna como premio por
la destrucción de las fieras.
Hasta
cuarenta reales se recogen en esa demanda, cuando la cosecha del año se
presenta bien. Seguidamente se reemprende la caza, porque los lobatos permanecen
en los cubiles durante los dos primeros meses de su vida.
Juan
comenzó el aprendizaje a los nueve años y lleva cogidos doscientos diez y ocho
lobos y algunos más, porque hace tiempo perdió la cuenta antigua y abrió cuenta
nueva.
De
su infancia, el recuerdo que aun conserva fue el de una de las primeras
lecciones. Contaba entonces diez años. Una noche su padre lo llevó a la entrada
de un cubil, y era tan angosta la entrada que a duras penas, despojándose de la
camisa y del pantalón, pudo el muchachuelo deslizar la mitad del cuerpo entre
las piedras. Sigilosamente, escurriéndose, avanzando más y más el torso
chocando contra los salientes de aquel estrecho pasadizo roquero, sacó uno,
dos, tres, cuatro, cinco lobeznos - la cría de una loba llega a nueve - y de
repente se encogió tembloroso: había tropezado con unas patas gruesas; la madre
se hallaba con los cachorros y de seguro dormía cuando ya no había saltado
sobre los cazadores. Pegando los labios al cuerpo de Juanito, el padre lo mandó
salir...¡imposible! El chico estaba preso, empotrado, sin medio para
desencajarse del canchal. El padre tiró desesperadamente de las piernas del
niño y el cuerpecillo se distendió, pero sin desasirse de las piedras que lo
encajaban. Entonces el padre susurro: No tengas miedo voy a casa - la casa
distaba tres leguas - por una piqueta y te sacaré en seguida. La loba
continuará durmiendo, y si viene el lobo lo conocerás porque se acercará a
olfatearte y ya sabes que tiene muy frío el hocico.
Alejóse
el padre; minutos después crujieron algunos guijarros, anunciando que alguien
llegaba, y Juanito sintió en la parte superior de las desnudas piernas un
contacto muy frío: ¡indudablemente estaba allí el lobo¡....Sin un grito, en una
contracción desesperada, convulso, el muchacho se retorció y logró salir,
despedazándose, de la madriguera. En los canchales dejóse jirones de carne, y
en la espalda a despecho de los años transcurridos, aun muestra Juan un surco
acentuado, una cicatriz que le arranca de los hombros y se prolonga hasta la cintura.
Y, al escapar de su cárcel, el chicuelo se topó con su padre y maestro, que ya
tenía en el saco los lobeznos, y que, para salvarlo, empapó el pañal de la
camisa en un regato y lo aplicó al cuerpo del niño haciéndole creer que había
llegado el lobo y provocando aquel brutal tirón: protesta de una vida contra la
amenaza de la muerte.
Y
yo, entornando los ojos, evocaba las escenas de aquel vivir horrible… Veía, como una pesadilla, al padre adiestrando
al hijo para la lucha bárbara; los veía solos, envueltos en la sombra, buscando
a las fieras, sin el consuelo de la queja que es desahogo de la angustia, sin
el incentivo del aplauso que atraía a los gladiadores y que es fuerte estímulo
de los toreros... Y así una y otra noche, y un año tras otro año, para alcanzar
míseras limosnas. Aquel valor, en la antigua Lacedonia, hubiese hecho de Juan
Bravo y de su padre dos héroes de las Termopilas; aquella resignación sin hiel
excedía con mucho á la de los deportados en Siberia; aquel sufrimiento sin ayes
era sencillamente sublime...
Quisimos
visitar la casa de Juan. Distaba pocos pasos, se hallaba á la salida do la
calle Mayor. Aprovechando un ángulo formado por dos peñascos, Bravo había
hacinado pizarras y construido una guarida. Penetramos por un boquete que
quería parecer puerta. En un rincón veíase el tesoro del dueño de la vivienda:
un montoncito de patatas; en otro rincón borboteaba un puchero desportillado y
sin asas; el suelo, naturalmente, tenía por alfombra helechos en putrefacción,
y en el tercer rincón del tugurio había algo que servía de lecho y que era el
orgullo del amo: una colchoneta rellena de paja y una manta agujereada.
Salí
en busca de aire respirable. Algo muy amargo me subió del corazón á la boca.
Juan
Bravo, al despedirse de nosotros, alargó la mano, implorando humildemente algún
socorro...
Aquel
ademán es— según Polo Benito — un movimiento instintivo que, por ley de
herencia, se perpetúa transmitiéndose de generación en generación.
En
ese movimiento yo encontré un símbolo del infortunio jurdano, que lleva años y
siglos tendiendo el brazo en espera de remedio para su necesidad.”
Por
la España desconocida: notas de una excursión a La Alberca, Las Jurdes, Batuecas y Peña de Francia / M.R. Blanco-Belmonte; con ilustraciones
fotográficas de Venancio Gombau. - [Madrid : Sucesores de Rivadeneyra], 1911 [Madrid]
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